martes, 29 de julio de 2014

La luna de bórax


Recorriendo una región remota  del altiplano boliviano, cercana al parque nacional Eduardo Avaroa, llegué una tarde del año 2010 a la mina de Capina. El texto siguiente fue escrito en euskera semanas después y lo traduzco ahora al castellano para los amigos de GDL en Bici (publicado el pasado mes de marzo en la revista Ciudad en Bici de Guadalajara, México).

LA LUNA DE BÓRAX

Capina es un conjunto de edificios, todos pequeños, humildes y austeros, que tienen en las paredes el mismo color gris de la tierra que les rodea. Es un campamento de mineros situado en el altiplano frío y seco de Bolivia, a unos 4400 metros de altura. A unos tres o cuatro kilómetros, en dirección al pueblo de Villamar, hay una llanura de sal y allí se dirigen todas las mañanas, a extraer bórax, los aproximadamente 40 mineros que viven y trabajan aquí. Y se dirigen muchos de ellos con picos porque en Capina se practica la llamada “minería tradicional”. El bórax será luego llevado en camiones a las instalaciones de Apacheta, junto a la frontera chilena, y una vez convertido en ácido bórico seguirá su viaje a los puertos chilenos para ser exportado.
Laguna Blanca. Altiplano boliviano.

He llegado a Capina por una brecha arenosa hora y media antes de que oscurezca. Un hombre que está sentado a la solana, tan quieto y a gusto como un gato, no se ha sorprendido mucho –tampoco se ha movido mucho- al verme llegar. “Sí, puedes quedarte aquí a pasar la noche, pero estamos completos, no hay ninguna habitación libre, los únicos lugares que te puedo ofrecer son las duchas y el comedor. Si quieres también puedes cenar y desayunar con nosotros …”. Le he dado las gracias y le  he dicho que pagaré las comidas. “No, no… no te preocupes por eso…”, y se ha vuelto a recostar en la pared, la cara girada hacia el sol de la tarde, los ojos semicerrados, en la misma posición que tenía unos minutos antes.

Hacia las seis, un poco antes de que el sol se ponga, han comenzado a llegar los trabajadores. La mayoría jóvenes pero también algunos que van avanzando en edad. Llevan gorros sobre la cabeza y visten ropas gruesas y gastadas, solamente los rostros de piel oscura y las manos quedan al descubierto. Primero se dirigen a sus pequeños cuartos y luego al comedor, porque los cocineros reparten a esta hora una bebida caliente y pan. La cena (una sopa de verduras) vendrá después, a las siete y media. 

Los mineros entran al comedor, se saludan  y se dirigen a la ventanilla de la cocina. Recogen  la bebida oscura y humeante y se sientan en las mesas. Se escuchan retazos de conversación, murmullos…  pero no hay ruido, el ambiente es  recogido. Más de un minero se me acerca, primero me ofrecen te y pan, luego vienen las preguntas: de dónde vengo, de dónde soy, ¿no me canso haciendo un camino tan largo?, ¿por qué ando así?, ¿qué gano?, ¿estoy haciendo alguna investigación?... . Cuando su curiosidad está satisfecha mis interlocutores se despiden con educación. No es gente huraña o tímida pero tampoco alargan la plática más allá de lo necesario. Uno de ellos quiere saber si es verdad que España está llena de gente y que ya no cabe nadie más. Otro me dice que su hija está en Barcelona, que se fue a estudiar pedagogía con una beca hace once meses y que dentro de cuatro días vuelve a Bolivia. Le gustaría, añade, ir a La Paz a darle la bienvenida pero todavía no sabe si le darán permiso. Barcelona es muy bonita, ha visto las fotos que su hija ha enviado por internet. Se sorprende mucho cuando escucha que yo no conozco esa ciudad.

Yo también intento saciar mi curiosidad. Los mineros son de pueblos diferentes pero la mayoría del departamento de Potosí (en ese departamento está Capina). Trabajan por turnos, pasan 28 días aquí y 14 en casa. La mina es privada, los dueños son belgas. ¿Cuánto ganan? No lo sé y no me atrevo a preguntarlo. Sí que sé que el salario de los maestros y maestras bolivianos es de unos 1200-1800 bolivianos mensuales (138-208 euros).
Altiplano boliviano. Antes de llegar a Capina

He escogido el cuarto de las duchas para dormir. Es pequeño, tiene tres duchas y dos lavabos. El agua caliente es natural, viene de un manantial termal. “¿Y el baño?  ¿Dónde está?- pregunto. “¡La pampa abierta, ese es nuestro baño!”  --me responde uno de los trabajadores. El techo del excusado de Capina es infinito y está adornado con miles de estrellas. Es un lugar muy hermoso. También frío, terriblemente frío. ¿Hasta dónde bajaran hoy las temperaturas? ¿a 15 grados bajo cero? ¿a veinte?. Al volver al cuarto de duchas extiendo la esterilla en el suelo de cemento y me meto al saco de dormir después de ponerme encima todas las ropas que tengo: dos pares de pantalones, dos camisetas, el suéter de lana de alpaca, dos forros polares, el chubasquero, el gorro, los calcetines de lana que me regalaron en Sudáfrica…  me cuesta entrar, estoy tan anudado como una momia, casi no me puedo mover. ¡Ojalá no pase frío, al menos!

A las seis y media los trabajadores toman el desayuno y a las siete se dirigen al salar. El sol todavía no asoma por el borde de la llanura. Yo ya me he levantado también. Salgo del cuarto de duchas y me alejo unas docenas de metros hacia la pampa para orinar. El frío atraviesa todas las capas de ropa que llevo encima y me penetra hasta la médula de los huesos. Las manos me duelen a pesar de los guantes. Veo a los mineros subir en silencio a los camiones. También ellos están cubiertos de arriba abajo, solo se les ven los ojos y los labios.

Entro al comedor. Está vacío pero en la cocina trabajan tres mujeres, hay ollas grandes en los fuegos. Me sacan una jarra llena de leche y una bandeja con panes. “Es leche con sémola, toma toda la que quieras, hay de sobra”, me dice una de las mujeres sonriendo. Le calculo unos 35 años. Parece que tiene ganas de charla, me vuelve a hacer todas las preguntas que ayer respondí a los mineros y algunas más que a ella se le ocurren: hasta cuándo voy a andar así, cuándo volveré a casa, si tengo familia…  “¿y no tienes familia propia? ¿por qué?”.  Decido contestar con una broma. Le digo que estoy buscando mujer, que por eso he venido a Sudamérica. “¡Pues no espere más y llévese una boliviana! -replica riéndose. Ella es de Sucre y tiene un hijo de seis años, me explica a continuación. “Su padre está ahora en España, nos dejó y se fue, creo que encontró otra mujer allí”.  Habla con tranquilidad, no parece muy apenada. “Una tía mía también está allí… hay muchos bolivianos en España, ¿verdad?... pero… España también se llevó mucha plata de aquí…”. Cambia de conversación repentinamente, sin darme tiempo a decir nada, “pero toma, toma tu desayuno antes de que se enfríe…”.
Villamar

Antes de dejar Capina he estado un momento con el responsable de la mina y le he dado las gracias. “No hay por qué, que tenga un buen viaje. El camino pasa entre aquellas montañas, tiene que atravesar el abra y luego todo es bajada hasta Villamar…”

La brecha que conduce a Villamar es apenas un arañazo leve en la tierra, una marca indecisa que pasa junto al salar de Capina y continua recorriendo el altiplano vacío, buscando la barrera gris de unas montañas lejanas. El salar es una mancha de nata extendida en esa tierra inerte. Su superficie no es completamente lisa, tiene pequeñas arrugas y grumos. El color blanco tampoco es puro, se distinguen en él reflejos metálicos y grises. Cerca del borde unos trabajadores están perforando esa nata con picos. Se mueven necesariamente despacio. Ellos también están anudados, envueltos de cabeza a pies en las gruesas ropas de trabajo. Sobre la superficie blanca y vestidos así parecen astronautas.

Por el camino se acerca un jeep con turistas. Van hacia la Laguna Colorada y son seguramente los primeros de hoy, los más madrugadores. Se paran frente a los mineros y bajan las ventanillas. Veo las máquinas de fotos. Solo unos pocos segundos. Luego vuelven a perderse en el camino polvoriento.

El sol trepa poco a poco por el azul frío del cielo, sus rayos son todavía débiles, apenas calientan. Con la bicicleta detenida junto al borde del salar, miro un instante a los astronautas pobres de Bolivia, a los mineros de la luna de bórax. Después hago un gesto de despedida con la mano y yo también me alejo.